Por Dr. Gonzalo Núñez Erices, académico del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule, director de la Revista Palabra y Razón.
La mentira generalmente es considerada como una acción inmoral que dinamita la confianza entre las personas; sin esta última no podríamos empeñar nuestra palabra en promesas, acuerdos, proyectos, contratos, ni alianzas con otros y otras. La honestidad en las relaciones y vínculos cotidianos de los miembros de una sociedad es un componente básico para consolidar un proyecto de convivencia a futuro. Sin embargo, el poder de la mentira, como muchas de las capacidades notables del ser humano, no expresa una coherencia lógico-causal: aunque la mentira puede desestabilizar una sociedad, sin ella tampoco esta última es posible. Una sociedad donde siempre todos se mienten unos con otros resulta tan distópica como una sociedad donde todos sus miembros son honestos en cualquier contexto y situación. No hay hechos en el mundo que sean objetivamente buenos o malos, sino interpretaciones morales de estos mismos. A diferencia de lo que una ética deontológica como la kantiana pueda plantear, el deber de decir la verdad (no mentir) no es intrínsicamente un valor en nuestras practicas cotidianas que se presente de manera inexorable en el abanico de nuestras posibilidades de acción.
Engañamos a otros y a nosotros mismos no solamente por razones egoístas, sino también porque calculamos que las consecuencias de mentir son más deseables ante la revelación de una verdad que podría generar problemas cotidianos innecesarios o, incluso, hacer de la vida en su totalidad menos soportable. El dolor de una verdad puede ser más intenso que el de una mentira y nadie debería sentirse obligado a sacrificar su propia vida por el valor de una honestidad a toda costa. O, por lo menos, no deberíamos exigir tal sacrificio heroico a nadie más que uno mismo y no juzgar inmediatamente a quien no esté dispuesto a hacerlo. Ni todo el amor por la verdad (incluido también la dimensión irracional que allí pueda haber), más allá de ser una fantasía intelectual o un exceso de moralismo, podría despojar a la mentira de su poder articulador y des-articulador que toda sociedad mínimamente funcional requiere.
La mentira del convencional Rodrigo Rojas Vade es de ese tipo de mentiras que indignan y duelen ―clasificable quizás dentro de lo imperdonable y escalofriante. Fingir el padecimiento de una enfermedad tan temida como el cáncer, y muchas veces estigmatizada socialmente, duele a todos y todas quienes conviven con ella, o bien a quienes han sufrido la muerte de algún ser querido en sus manos. Sin embargo, su mentira además resulta ser indignante debido al uso que Rojas hace de su falsa enfermedad como una bandera política de lucha popular. Su cuerpo se transformó en uno de los símbolos de la revuelta de octubre revindicando el derecho social de la salud para dar dignidad, justamente, a personas que realmente padecen de enfermedades como el cáncer cuyo tratamiento está entregado a la sobrevivencia de las posibilidades económicas individuales.
Junto con la mentira de Rojas, también hemos presenciado, a través de la postulación de una candidatura presidencial, la estrepitosa y vergonzosa disolución de la Lista del Pueblo en su acto fallido de institucionalización de la energía emanante de la protesta popular. Cuestión que no debemos atribuir únicamente a las impericias políticas o ingenuidades de un movimiento político en formación y sin experiencia, sino a operaciones corruptas que deliberadamente pretendían engañar la fe pública con firmas falsas ante un notario ya fallecido. Nos encontramos nuevamente de cara a la mentira para una ciudadanía que pensaba que su umbral de desencanto no tenía espacio para seguir bajando.
No hay duda de que la seguidilla de eventos ocurridos con la Lista del Pueblo, y en particular la situación de Rojas, afectan la confianza en muchos de aquellos que han colocado sus esperanzas en el proceso constitucional que está sobre la marcha. Sin embargo, la gravedad no está en el acto mismo de mentir; ni si quiera está en el hecho de que Rojas haya fingido tener una enfermedad que no padece, pues, en último término, cada uno es responsable de las mentiras que considera como una forma de sentido en la vida. La gravedad, a mi juicio, estriba en el contexto de la mentira y sus repercusiones políticas en uno de los momentos, quizás, más decisivos de la historia de Chile. En el orden simbólico, para quienes están comprometidos con la constituyente, la mentira de Rojas es tan grave y desconcertante como, para quienes sean homofóbicos, descubrir que su referente o líder natural es homosexual. En este sentido, el problema de Rodrigo Rojas Vade es que él es el “Pelao Vade” y su mentira, que desborda su biografía y sus más cercanos, desarticula la confianza en un proceso constituyente institucional al cual él entra como símbolo de las fuerzas sociales marginales impugnadoras del poder central tradicional. Su figura desarma emocionalmente sobretodo a una izquierda que deposita sus convicciones en emblemas, héroes, e íconos culturales.
Con su mentira, Rojas junto a la crisis de la Lista del Pueblo han mostrado que la mentalidad del oportunismo, la ambición egoísta del poder, y el “winerismo” típico de la sociedad chilena sigue siendo transversal pese al romanticismo moral que una revolución trae consigo. Aunque no hay que pisotear en el piso a Rojas por su mentira, tampoco debemos proteger sus decisiones con justificaciones y relativizaciones corporativistas. Más importante que Rojas y el poder de su mentira es el poder de la Constituyente. La convención no cae, y no debemos dejarla caer, por las mentiras sea de donde sea que vengan; más bien, necesita ser protegida de todos aquellos, convencionales del rechazo incluidos, que quieren dinamitarla para ver su fracaso. No podemos perder la confianza en la convención y sus integrantes por el oportunismo de grupos conservadores que, con mentiras más horribles que las de Rojas, buscan instalar discursos en la opinión pública para desacreditar el poder constituyente. La mentira es siempre una posibilidad de rearticular nuestras convenciones que, en el caso de la constituyente, ayuda a recordar que nadie posee la verdad y decir lo contrario es una mentira.